martes, 1 de septiembre de 2009

Monte Perdido

Subir al Perdido ha sido desde siempre una de nuestros objetivos más ansiados dentro de nuestro humilde mundo del montañismo (no pedimos mucho ¿no?). Son muchas las veces que hemos zapateado por Ordesa, pero nunca nos habíamos planteado cargar con una tienda de campaña hasta el Refugio de Góriz para, si el tiempo lo permitía, "atacar" el pico al día siguiente.
La cosa no empezó muy bien. A pesar de nuestra cuidada intendencia, habíamos olvidado un elemento fundamental para poder sobrevivir a base de sopas: las cucharas. Menos mal que las gafas de Nuria traían cristales de repuesto. Con los cristales, unos palos y un poco de cinta adhesiva solucionamos el tema de la cena. Después a la cama (?) a soportar una tremenda tormenta de lluvia y granizo.
Sobre las 5 de la mañana comenzamos a ascender sin la presión de tener que coronar la cima... De hecho no habíamos metido en la mochila ni crampones ni piolets... Sin embargo, en ningún momento tuvimos sensación de peligro o inseguridad, y cuando nos quisimos dar cuenta, ya estábamos en la cima. El buen tiempo y la ausencia de hielo en la famosa escupidera había animado a la gente a ascender y la cumbre estaba bastante transitada.

El paraje que se divisa es espectacular, sobre todo cuando el día acompaña y bajas con la tranquilidad y satisfacción del deber cumplido. Nos habíamos ganado con creces la recompensa más codiciada de todo montañero: el plato de huevos fritos en el refugio al finalizar la jornada.
Tras pasar otra noche en Góriz, a la mañana siguiente iniciamos el regreso hasta el parking de Ordesa y desde ahí,  en bus, al camping de Torla, donde teníamos instalada la caravana. ¡Objetivo conseguido!


Cascada de Sorrosal

En una de las habituales escapadas pirenaicas llegamos a Broto, donde vimos publicidad de la ferrata de Sorrosal, un camino equipado que recorre toda la cascada y parte del barranco del Sorrosal en un itinerario variado, con un puente, varias escaleras y hasta una pequeña cueva.


Al día siguiente preparamos el equipo y fuimos a patearla. Desde el mismo aparcamiento de Broto accedemos a ella en apenas 5 minutos por un cómodo sendero. La vía en cuestión es espectacular por su variedad, diseño, pasos aéreos… Además, está muy bien cuidada (el propio ayuntamiento se ocupa de su mantenimiento), y eso es algo a tener muy en cuenta cuando te embarcas en estas aventuras.


Desde arriba las vistas son espectaculares: es el balcón de Broto. Allí te reunes con los que están haciendo la ferrata,  con los que practican barranquismo y con los que hacen el descenso de la cascada mediante rapel.

Clavijas de Cotatuero

Pues resulta que a mi hijo, que le va el rollo de la escalada, le invitaron a pasar un fin de semana en Ordesa, le colocaron un par de cuerdas a modo de arnés y lo llevaron a las clavijas de Cotatuero… Llegó entusiasmado… y fue mi perdición. Enseguida me dijo que tenía que ir con él, que él me enseñaría cómo cruzar las clavijas, que no me preocupase por nada… Pero conociéndole, sí me preocupé, vaya que si me preocupé, sobre todo cuando vi a Iñaki en YouTube en compañía de su amigo Imanol y el padre de este (por cierto, ¡qué falta de solidaridad parental!).

Así las cosas, me empecé a informar del tema de las vías ferrata y del equipo necesario para salir de ellas con más gloria que pena. Habíamos quedado que en la segunda semana de agosto nos encontraríamos en el camping de Torla para repetir juntos la hazaña… Sin embargo, yo, hombre prevenido y padre, pensé que sería mejor investigar la zona y los retos propuestos por mi hijo con cierta antelación, así que quince días antes mi señora y servidor (sin que el niño se enterara) fuimos a conocer las clavijas.

La idea era remontar las clavijas para regresar por la Faja de las Flores y por las clavijas de Salarons. Pero como alucinamos tanto, pensamos que era mejor malo conocido que bueno por conocer, así que volvimos por el mismo sitio. A pesar de todo, pude comprobar que, aunque bastante patoso, estaba aún en condiciones de no hacer el ridículo más espantoso delante de mi retoño y de salir airoso y con cierta dignidad de aquella encerrona.

La segunda vez que me acerqué a las clavijas, entonces ya en compañía filial, volví a alucinar. En esa ocasión más aún, ya que que saqué a pasear todas mis dotes artísticas para simular que estaba al borde del éxtasis. Mi hijo no sospechó nada y durmió orgulloso de haber logrado sorprender su padre (una vez más).